La palabra merolico se usa en México para designar a un «charlatán», a un vendedor o «curandero callejero» que hace promesas de maravillas sin fin, pontificando a toda velocidad las cualidades de su producto, con lo que atrae a su alrededor a un respetable grupo de personas que desea ver los prodigios prometidos:
«Para el hígado, para los riñones, para el mal de amores, para que el hombre no le pegue a la mujer ni la mujer al hombre. Si usted se levanta por las mañanas con mal sabor de boca, sabor a cobre, sabor a fierro, a centavo o a latón, como si se hubiera usted tragado la cama, tome usted el Bálsamo de San Jorge».
Lo que la mayoría de nosotros desconoce es que merolico fue una persona y que, por lo tanto, la definición de esta palabra se sustenta, en buena medida, en la vida y obra de este peculiar personaje que llegó a México en 1879.
Su nombre era Rafael Juan de Meraulyok —nativo de Suiza—, pero, como su apellido era impronunciable, todo quedó en «señor Merolico». Muy pronto se dio a conocer en la capital por su poder de conversación y sus varios «títulos» universitarios, uno de los cuales lo acreditaba como médico, profesión que pudo ejercer en nuestro país gracias a que la Escuela Nacional de Medicina le revalidó su título.
Esta acreditación dio pie al mito del merolico, pues el hábil suizo mandó hacer anuncios que lo presentaban como médico cirujano y dentista, profesiones que ejercía en plena calle. En torno suyo suscitaba tumultos de gente que lo mismo le pedían que les sacara una muela o que los curara de sordera con alguno de los múltiples remedios que anunciaba.
«Para unos era un milagro, para otros representaba la revolución científica, el dominio de la física y la química, y el triunfo del magnetismo. Varios más decían que no era sino un charlatán, un sinvergüenza, un ladrón y estafador»1 , y le gritaban, al concluir el anuncio de cada droga: «¡Merolico, Merolico! ¿Quién te dio tan grande pico?».
Por extensión les decimos así a las personas que hablan mucho: «Éste habla como merolico».
Lo cierto es que no pasó desapercibido; inmediatamente comenzaron a surgir imitadores, lo que obligó a un debate acerca de la regulación de las profesiones y a la asignación de un espacio público para que hiciera sus presentaciones.
Éste fue la Plaza del Seminario, a un costado de la Catedral, donde por varios años «pico, pico, Merolico» siguió promoviendo sus panaceas.
www.algarabia.com