El catalán analiza la Escuela Mexicana de Pintura para cuestionar los principales clichés que acompañan a la obra de Rivera, Siqueiros y Orozco
EFE. Excélsior
El mural El hombre controlador del universo, que Diego Rivera pintó en el Palacio de Bellas Artes, es la segunda versión de la obra Man at the Crossroads, que hizo en el Centro Rockefeller y fue destruido. Foto: Especial
El mural El hombre controlador del universo, que Diego Rivera pintó en el Palacio de Bellas Artes, es la segunda versión de la obra Man at the Crossroads, que hizo en el Centro Rockefeller y fue destruido. Foto: Especial
CIUDAD DE MÉXICO.
El filósofo Eduardo Subirats (Barcelona, 1947) rompe con los mitos del muralismo mexicano. Ajeno a “la máquina académica”, la industrial editorial y la museografía construida en las capitales del arte –Nueva York y Berlín–, coloca al movimiento posrevolucionario, y a sus tres principales representantes, en una vía abierta a una reflexión pública con origen en América Latina.
Desmiente la Ruptura como concepto, y lo enclava en un manifiesto vacío. Quita a Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros y José Clemente Orozco el velo comunista y revolucionario que los ha cubierto desde los años 20. Señala al sistema imperialista de Estados Unidos como el principal inquisidor de la pintura mural. Indica que si hubo una Ruptura, ésta inició con la censura a la obra Man at the Crossroads que Rivera hizo en el Centro Rockefeller en 1933.
Se trata de una visión independiente sobre la historia del arte de América Latina, que el profesor de la Universidad de Nueva York plantea en su más reciente libro El muralismo mexicano. Mito y esclarecimiento (FCE). Un compendio de ensayos en los que el autor de más de 40 títulos reflexiona sobre la estética de la segunda mitad del siglo XX tomando distancia de la visión “miope” del academicismo imperialista.
Subirats sostiene que la obra de David Alfaro Siqueiros fue mucho más influyente de lo que se conoce sobre el expresionismo abstracto estadunidense y concretamente en la obra de Jackson Pollock.
Inicia el ensayo introductorio del libro con la siguiente idea: “La historia de la música y la literatura, y la historia de las artes visuales latinoamericanas del siglo XX están todavía por escribirse”. ¿Desde qué perspectiva debe escribirse esta nueva historia?
El problema no es la perspectiva, no es el punto de vista, no es el método. El problema reside en construir una visión de la fragmentada realidad latinoamericana. La política cultural dominante es el microanálisis, es la mirada miope y fragmentaria, es una mirada sin visión, encerrada en los cubículos académicos, en sus campos acotados de investigación y en sus discursos predefinidos. Pero la necesidad de replantear, de repensar y de recrear la historia de la música, de la poesía, la arquitectura o la pintura latinoamericanas es también un problema de fronteras políticas. Si alguien quiere estudiar la cultura moderna de Brasil tiene que empezar por el departamento de literatura, en la que ya no se analizan obras literarias, sino se hace una especie de sociología diletante. Luego tendrá que ir al departamento de cine, donde hay algunos microhistoriadores distinguidos. A continuación, tendrá que subirse al departamento de arte y así sucesivamente. El resultado es una cultura completamente pervertida y una universidad desprovista de la menor energía intelectual. Por todo eso y mucho más comienzo ese ensayo con semejante declaración: la historia de América Latina está todavía por escribirse.
En la escena actual del arte mexicano tan activa, ¿por qué mirar hacia el muralismo?, ¿qué falta o es necesario conocer de esta etapa de la historia del arte?
En el arte mexicano de nuestros días hay una figura que descuella y que tampoco puede ignorarse: Francisco Toledo. Uno de los motivos iconográficos que Toledo plantea es la destrucción de las memorias culturales mexicanas. Lo hace en obras de gran formato, y de expresivas texturas y colores terrosos. En esas texturas parece que incrusta las huellas de este pasado: insectos, restos cerámicos, fragmentos de esculturas, signos. Esta conciencia de la destrucción en una sociedad postcolonial como la mexicana constituye un aspecto esencial de la conciencia moderna, guste o no guste a los curadores de los museos de Nueva York o Berlín, y a sus estéticas formalistas. La memoria histórica y la memoria artística sirven para establecer vínculos y reconstruir continuidades, allí donde la burocracia académica y museográfica impone barreras ficticias, dicta rupturas y establece prohibiciones arbitrarias.
Otra idea central es que: “Nadie ha puesto de manifiesto consistentemente los vínculos entre el pensamiento artístico del muralismo mexicano, y sus jóvenes pupilos norteamericanos lanzados bajo el postulado del abstract art”. ¿Cuáles son estas conexiones?
La crítica Irene Herner ha escrito una obra magnifica sobre Siqueiros, y en ella, entre muchas otras cosas, demuestra fehacientemente que las técnicas, las formas, el uso de los materiales e incluso la nomenclatura de Jackson Pollock, todo ello había sido creado y desarrollado con muchísima mayor amplitud de miras por Siqueiros, en cuyo taller de Nueva York se formó el joven Pollock. Con una notable diferencia: mientras la obra y la vida de Siqueiros destaca por sus mil rostros y sus constantes indagaciones formales y de contenido, Pollock se quedó en la indefinida repetición industrial de la técnica del pouring (técnica y concepto creados por Siqueiros). La crítica de arte estadunidense, que ha sido y es tan proteccionista como su neoliberalismo económico, omite sistemáticamente este vínculo, y muchos críticos mexicanos han seguido su nefasto ejemplo como obedientes subalternos.
Hace énfasis en la persecución política del muralismo mexicano por parte de Estados Unidos, ¿cuál fue el origen de esta persecución?, ¿es lo que se conoce como la Ruptura?
La verdadera “ruptura” comienza con la destrucción del mural de Rivera Man at the Cross-roads realizado en el Rockefeller Center. Fue un acto de verdadera barbarie, que solo puede compararse con la quema de millares de libros aztecas por los misioneros coloniales españoles. Y no lo digo yo. No es solamente mi opinión privada. Lo dijo en su día nada menos que The New York Times, que puso la noticia de ese acto vandálico de la familia Rockefeller en una columna contigua a la noticia del auto de fe de miles de libros de autores “judíos” y “comunistas” por las hordas hi-
tlerianas en Berlín el mismo día, 10 de mayo de 1933. Pero también el mural de la Hermandad Universal que Orozco pinto en la New School chocó con la intolerancia calvinista de los millonarios neoyorquinos. Y la policía también la emprendió a culatazos en el taller de Siqueiros, destruyendo obras suyas y de sus estudiantes. Muchos mexicanos, Octavio Paz entre ellos, han considerado que todo eso es legítimo porque lo hacia la nación más poderosa del universo bajo la bandera del imperialismo, y porque al fin y al cabo no eran más que obras comunistas, propagandistas y totalitarias.
En este contexto, ¿cuál fue la lucha de los muralistas mexicanos respecto a la posición del arte abstracto?, ¿cuál fue su respuesta a la persecución de Estados Unidos?
El concepto de abstract art, en su definición protocolaria de Alfred Barr
o Clement Greenberg, es falaz. Los empastes de Rembrandt son abstractos, la composición de la Gioconda es abstracta, los cielos románticos de Caspar David Friedrich son abstractos, la escultura de Michelangelo es abstracta. La abstracción es el camino necesario para poder penetrar más intensamente y más expresivamente la realidad. Por eso Orozco y Siqueiros son abstractos. Rivera y Siqueiros ya sabían alrededor de 1920, cuando abandonaron el cubismo y Paris, que la “abstracción”, es decir, el formalismo cubista, o sea, los lenguajes automáticos de la modernidad, estaban destinada a poner fin al arte. Y la historia les ha dado la razón. Hoy ya es chic en los medios académicos más ignorantes hablar del post-art y del post-post.
¿Cuál fue la reacción de México y Latinoamérica –sus intelectuales y artistas– respecto a la persecución del muralismo?
El caso de Octavio Paz me parece digno de mención: es el responsable de la disminución y menoscabo del muralismo con argumentos espurios, y de paso, de ningunear la obra de Toledo. Al otro lado de este desprecio ignominioso, tenemos una defensa tan noble y elegante, y tan ejemplarmente rigurosa como la de Irene Herner.