¿Qué puede Batman contra Blue Demon? ¿Qué Hulk contra Psicosis? ¿Cuál de todos los Ironman sería capaz de derrotar al Huracán Ramírez?
Respetable público: lucharaaaaaaaaaán, dos a tres caídaaaaaaaas, sin límite de tiempooooo. En esta esquinaaaa: el Santo y Cavernario; y en esta otraaaa: Blue Demon y el Bulldog.
¿Quién no ha oído esa canción del Conjunto África? La letra es emblema de una de las manifestaciones culturales más representativas del país y, en particular, del entorno urbano. Nos introduce al universo de los héroes populares que no tienen relación con los cómics o el cine hollywoodense. Frente a ésos, los de los gringos —extravagantes seres superdotados o multimillonarios que «regalan su tiempo libre» a la caza de villanos con resentimiento social—, los mexicanos oponemos el héroe enmascarado, surgido de los barrios marginales de Tepito, la Doctores o Peralvillo; el luchador que esconde su identidad tras una colorida máscara y no con unos lentes y un copete envaselinado —que sólo engaña a aquellos con miopía intelectual.
¿Qué puede Batman contra Blue Demon? ¿Qué Hulk contra Psicosis? ¿Cuál de todos los Ironman sería capaz de derrotar al Huracán Ramírez? ¿Qué miembro de la Liga de la Justicia le haría frente a los Perros del Mal? ¿Podría Spider-Man ganarle al Rayo de Jalisco? ¿Derrotaría Superman al Santo?
Preguntas hipotéticas que tienen por respuesta una sola certeza: los héroes mexicanos siempre saldrán vencedores por la sencilla razón que ellos sí existieron —y siguen vigentes—. Cada fin de semana se materializan en el ring —de la Arena México o la Coliseo— pero no se esfuman al terminar la función. Los encontramos inmortalizados en el llamado Cine de Oro, pero también en las calles de las colonias Dolores, Obrera y Bondojito, como parte inherente de la gráfica popular y, recientemente, de la publicidad de otros productos que «se cuelgan» de la fama de estos personajes; los vemos en orfanatos u hospitales dando ánimos a los niños con leucemia o en funciones públicas que son parte de las ferias regionales o en la carpa improvisada de cualquier plaza del país.
La lucha libre mexicana es el espacio del desahogo colectivo, de la catarsis social; donde el chingón —ése que describió Octavio Paz en El laberinto de la soledad—, se encarna con musculatura de hierro en un ring de seis por seis metros, donde el hombre marginal condenado al ostracismo económico tiene la oportunidad de renacer como héroe de las arenas de concreto —el gladiador redivivo que pelea por algo más que su libertad— y se gana la admiración y el aplauso de la gente, ha a alcanzar su propia estatua en el barrio o el pueblo «que lo vio nacer».
Deporte y disciplina, pasión y sufrimiento, donde la violencia, a decir de Carlos Monsiváis, se vuelve estética y refleja la eterna lucha entre el bien y el mal: los técnicos contra los rudos, la máscara contra la cabellera, en un duelo de dos a tres caídas —con límite de espacio, sin límite de tiempo—, hasta que el derrotado salga entre un bullicio de chiflidos —cubriéndose el rostro— y el puño del vencedor sea levantado por El Tirantes,1 y cual efigie de guerrero helénico, se «corone» su victoria con un cinturón de fino metal labrado.
Emulando a los griegos
La arena estaba de bote en bote, la gente loca de la emoción en el ring luchaban los cuatro rudos ídolos de los afición
La lucha libre mexicana nace como un espectáculo ideado por extranjeros que se aventuraron con una osada propuesta: inventar un deporte que combinara el catch europeo y el wrestling americano. Presentaron a los primeros luchadores —entre los que se encontraban Conde Koma, León Navarro y Kawamula— emulando a los atletas griegos que, en tiempos de Heracles, se batían para demostrar quién era, no sólo el mejor luchador, sino «digno de la gracia de los dioses».
En la década de 1920 Giovanni Relesevitch, Antonio Fournier y Constant Le Marin organizaron los primeros espectáculos. Pero no fue sino hasta 1933 cuando se fundó la Empresa Mexicana de Lucha Libre, hoy conocida como el Consejo Mundial de Lucha Libre —cmll—, por Salvador Lutteroth, quien es considerado como el «padre de la lucha libre mexicana».
La fusión entre la lucha y la identidad desconocida —combinar el deporte con la teatralidad y emparentarlo con la «eterna lucha del bien contra el mal»— comenzó con Ciclón Mackey, el primer enmascarado en pisar una arena en el país. Antes de la Arena México hubo otros escenarios como la Coliseo —también llamado El Embudo de Perú 77—, sede de históricas batallas donde se forjaron los cimientos de, además de uno de los deportes más populares, un emblema de la mexicanidad ante el mundo.
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Desde la década de 1950 hasta los años 70, la lucha libre vivió su época de oro: se definieron los personajes más relevantes dentro del ring y de la pantalla grande; se volvieron ídolos internacionales mientras combatían a los más estrafalarios maleantes, reales o imaginarios: momias, brujas, vampiros, hombres lobo, científicos desquiciados, magnates del mal, villanos del absurdo. Ahí Santo y Blue Demon forjaron sus leyendas. Nombres como el Huracán Ramírez, célebre por su «hurracarrana»; el Perro Aguayo y sus peludas botas; laParka derrotando a Pierrot en un duelo de máscaras; Octagón y su cinta roja en la frente a imitación de los guerreros ninja; Mil Máscaras y el Matemático en los tiempos de la Legión de los Villanos; Cavernario Galindo gritando su bramido salvaje; el Rayo de Jalisco aplicando por última vez la desnucadora; Tinieblas y su inseparable amigo Alushe; Dos Caras ganando los campeonatos en los ee.uu.; Lizmark sin nunca haber perdido su máscara; Psicosis y su característica mezcla de cabellera-máscaracuernos; el Negro Casas y su gusto por Juan Luis Guerra y su 440 —de ahí su apodo—; Máscara Sagrada y su disputa con la aaa; y Atlantis rivalizando con el tiempo, uno de los más longevos y que hasta la fecha sigue vigente en el ring.
Para conocer más sobre la lucha libre mexicana, consulta el número 157 de Algarabía.