Carlos Bautista Rojas
Este es un recuento de algunas anécdotas sobre el origen de ciertos libros que comenzaron en voces de otros y que terminaron escritos por alguien más, así como de los diversos cambios que sufre una historia antes y después de quedar escrita.
Lo dicho: no somos más que palabras de otros, «la pobre limosna de las horas y los siglos», como advertía el ciego poeta.
Álvaro Mutis y García Márquez se intercambiaban novelas y cuentos antes de publicarlos. El general en su laberinto la comenzó Mutis con el título de La muerte del estratega, pero como él decía: «No puedo tener libros en los cajones porque no me dejan escribir otras cosas»; por ello decidió archivarlo en su chimenea.
Gabo, al enterarse, llegó angustiado a interrogarlo:
—¿Es cierto que quemaste esa novela sobre Bolívar?
—Hasta el título.
Esfumada la esperanza de conocer esa obra, el autor de las noches de Arcadio Buendía, confesó con desaliento:
—Yo quería escribir esa novela...
Mutis, al notar su tristeza, fue por todos los materiales de consulta, recortes y libros que había seleccionado para documentar su novela incinerada:
—Tenga... —porque Mutis, a pesar de los años de amistad con Gabo, siempre le habló de usted—: le regalo hasta la idea.
De esta historia quedó constancia en la dedicatoria de El general en su laberinto:
Para Álvaro Mutis, que me regaló la idea de escribir este libro.
Mutis y García Márquez
Otro libro cuyo origen —se cuenta— fue casi «por encargo» es La Muerte de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes.
Se dice que, en cierta ocasión, Edmundo Valadés le empezó a platicar a Fuentes la idea de una novela que tenía en mente: «Es la historia de un revolucionario poderoso que está en el lecho de su muerte. Su monólogo se desarrolla en tres tiempos y cada relato refleja los momentos más relevantes de su vida...».
Juan Antonio Ascencio, editor y amigo íntimo de Valadés, me comentó alguna vez sobre esta anécdota: «Edmundo era bastante desidioso, por no decir huevón, y prefería difundir y promover el trabajo de otros que escribir sus propias inquietudes. Él jamás hubiera tenido tiempo para escribir esa novela.»
Cuando se publicó la novela, Valadés no puso ninguna objeción, es más, parece que quedó satisfecho con el resultado porque nadie podría haberla escrito mejor. Sin embargo, esta anécdota ha motivado cada tanto acusaciones infundadas de «plagio».
Entre plagios y «madruguetes»
En 1961, Octavio G. Barreda —a quien dentro de los círculos literarios siempre le regatearon el título de escritor— en conversación con Emmanuel Carballo, aseguró que a José Gorostiza lo madrugaban tiro por viaje: «Sus amigos, sobre todo Villaurrutia, le madrugaban. Les leía sus textos, y al día siguiente sus amigos le enseñaban textitos en que industrializaban sus hallazgos. (...) Su poder de análisis y su capacidad de síntesis eran formidables. Le teníamos pavor a su lucidez y a su implacable capacidad dialéctica. Nunca se sintió compañero de sus compañeros, de los Contemporáneos: veía sus fallas y se las decía. Era temible, insobornable: muy poco diplomático (a pesar de haber trabajado muchos años en Relaciones Exteriores). Quizá su propia inteligencia lo volvió perezoso».
Cuando a Juan Rulfo le preguntaron por qué ya no escribía, contestaba irónico: «Es que ya se murieron todas las personas que me contaban esas historias». Dicen que de broma en broma, la verdad se asoma... ¿Será?
Rulfo en el Nevado de Toluca (1940)
Y hablando de Rulfo, en sus Cuadernos se puede apreciar que los primeros intentos distan mucho del trabajo definitivo. Pedro Páramo y El llano en llamas, son el producto de años de borradores y correcciones que continuaron aún después de su publicación —en el año 2000 empezaron a publicarse las «versiones definitivas» de sus libros—; de constancia y juicios críticos —ajenos y propios—: la talacha literaria de todos tan temida. Los «expertos» vieron en sus dos modestos libros marcadas influencias de William Faulkner, cuando Rulfo en su vida había leído al clásico norteamericano. Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno —como en realidad se llamaba— comenzó a escribir porque nunca había encontrado aquello que deseaba leer y sólo así pudo disfrutar de una lectura que buscó toda la vida.
Una visión externa
Más que pruebas de plagio, las reinterpretaciones que terminan en lo escrito son muestra de todas las ideas y manos —editores, tipógrafos, correctores de estilo, amistades, «negros»...— por las que pasa un texto antes de alcanzar su identidad; de escritores que, en todo momento, toman en cuenta al lector, y de las consecuencias que pudiera ocasionar lo que escriben pero, sobre todo, de otras lecturas. Esto no significa que todos obren del mismo modo, pero sí que los más considerados no se atreven a publicar cualquier maquinazo.
De ahí que la costumbre sea la de consultar el trabajo editorial con otro colega para conocer una visión externa, pedirles sugerencias o que simplemente constaten algunos datos, como en los libros de carácter histórico o periodístico. José Emilio Pacheco revisó así La noche de Tlatelolco, de Elena Poniatowska. Si José Emilio no aparece en dedicatoria o agradecimiento alguno, es porque él mismo solicitó su omisión.
José Emlio Pacheco fotografiado por Rogelio Cuellar (1989)
Mientras ambos cotejaban el libro, Elena recuerda que José Emilio temía que alguna instancia del gobierno los estuviera espiando; cada que se detenía un vehículo cerca de donde ellos se encontraban, él se levantaba paranoico:
—¡Ya llegaron... vienen a matarnos!
Basta recordar que este libro fue el primero en documentar y darle seguimiento —en voz de sus protagonistas— a la matanza en la Plaza de las Tres Culturas, el 2 de octubre de 1968.
Nadie ha publicado algo a partir de la nada, por la sencilla razón de que para saber lo que se quiere decir hay que dominar un lenguaje común del cual saldrá después la propia voz, eso que llaman el estilo. Los escritores, por lo regular, dicen más de lo que se proponen, pero eso ya le toca desentrañarlo a cada lector: reinventar el libro en la imaginación, es decir, en su memoria.
Somos el eco de las voces que nos rodean y el principio y el fin son una trampa si se buscan separados. Tal vez por eso Angelus Silesius, al hablar de los motivos de la naturaleza afirmó: «La rosa es sin por qué».
Tampoco hay reglas ni recetas; no se puede contabilizar aquello que siempre está en eterna transformación y de lo que cada uno hace una interpretación personal, única.
Tanto a escritores como a lectores los mueve la intuición, y ésta se alimenta de la duda y la voluntad. Por ello, muchas son las historias, las «memorias de otros», que va construyendo nuestra herencia de palabras.
Somos cuentos contando cuentos
Para finalizar, una vez José Saramago contó una anécdota que lo obligó a escribir una novela contra el olvido.
En una ocasión, José —el nombre con que se pronuncian Todos los nombres—, al escribir un texto, lo abordó una frase: «Somos cuentos contando cuentos. Nada». Estuvo a punto de atribuírsela a Quevedo pero tuvo sus dudas, así que consultó sus notas personales del Ovidio nazón más narizado para estar seguro. Nada.
No se dio por vencido y consultó diccionarios de citas y epígrafes. Lo mismo.
Terminó —¿o empezó? —, por releer la obra completa del presunto implicado y pensó que así terminaría, ya no su artículo, sino su peregrinar tortuoso. Tampoco.
Entonces pensó que todo no era más que una mala broma de esa transgresora universal que llamamos memoria y que seguramente era de Shakespeare: «Ahí se encuentra todo» se dijo, y repitió los mismos pasos en espera de resultados. Menos.
Intentó la misma operación con otros autores hasta que la resignación —y otras ocupaciones— lo hizo desistir, pero, cuando menos se lo esperaba, volvía la frase sin dueño para atormentarlo.
Saramago
Pasaron muchos años y en una de tantas mudanzas, revisando papeles y recortes de periódicos, se detuvo, sin motivo alguno, en una entrevista cuyo amarillo papel delataba su antigüedad. Normalmente hubiera archivado o pasado de largo el documento, pero algo lo hizo leerla por completo. Justo antes de terminarla, cuando ya iba a confinar los signos al olvido o al encierro —que en el fondo es lo mismo—, deletreó asombrado: «No somos más que cuentos que cuentan cuentos... probablemente nada».
La frase sin dueño buscada por años... ¡era suya! y, cuando la recordó, además de atribuirla a un sin fin de autores, lo hizo de un modo distinto: «Somos cuentos contando cuentos. Nada.»
Como despedida agregó que ahora sólo le quedaba esperar que la memoria de otro, olvidando y recordando, añadiera —refiriéndose a sus libros— lo que su imaginación no pudo completar.
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El testamento de las palabras es infinito y en ese lugar geográfico de la memoria se seguirán contando los cuentos que somos, los recuerdos de los que estamos hechos: nada; es decir, la posibilidad de todo.
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